Strangeways es una imponente -por múltiples razones y no todas malas- fortaleza de mediados del siglo XIX. No es difícil de encontrar: una torre de ventilación de 70 metros de alto (a menudo tomada por puesto de vigilancia) hace que la cárcel sea visible desde bastante lejos.
Allí, un previsible escalofrío me recorrió la espalda al plantarme ante sus muros: tras de ellos, un centenar exacto de reos habían dejado este mundo por el cuello, algunos (seguramente un buen puñado), a manos de Woodchat.
Pero no había mucho tiempo para el sentimentalismo (un tanto morboso). ¿Por dónde empezar? Necesitaba contactar con alguien hubiera estado trabajando en aquella prisión hacía cincuenta años, quizás más.
No parecía tarea fácil, pero, esperaba, el entrañable y típico pub más cercano me prodría echar una mano. Nada como una propinilla para refrescar las memorias y la cerveza para agilizar las lenguas.
El fulano de detrás de la barra parecía de lo más prometedor. Resultaba imposible adivinar su edad, pero no parecía descabellado suponer que podía haber votado por Churchill dos o tres veces.
-Hola, jefe. Una pinta de "stout".
-¿Alguna marca?
-La que beban ustedes por aquí.
-Marchando.
-Oiga, le voy a hacer una pregunta...¿Lleva usted tiempo trabajando aqui?
-¿Que si llevo tiempo aquí? ¡Esto es mío desde 1953! Cogí el traspaso y dejé el trabajo en la cárcel. Había durado apenas un par de años allí, aquello no era lo mío.
¡Bingo! Aquel tipo totalmente alérgico a la jubilación podía ser mí hombre.
-¿Le puedo hacer una pregunta? Es que busco a una mujer que seguramente vivió por los alrededores hace muchos años, quizás incluso estuvo relacionada con la cárcel.
-Dígame, si ha estado por aquí, muy posiblemente la conozco.
-Sarah Kecks.
El rostro sonrojado y vivaracho del propietario del pub se tornó serio y plomizo.
-¿Qué pasa con Sarah Kecks?
-¿La conoce?
-La conocía. Murió hace cinco años. Era mi esposa.
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