Acostumbrados a las amplias butacas de la primera clase, a aquellos hombres les costó una o dos vueltas acomodar la postura, pero la mayoría pronto cogió el sueño.
Juan María Gil Pacheco, el veterano gran capitán, el hombre que había levantado tantas copas, no podía dormir. Al contrario que sus compañeros, él sí creía entender la razón de que el míster hubiera montado aquel numerito, y estaba admirado de la belleza del gesto.
El partido de ida había sido una auténtica cagada, pero, a pesar de eso, o puede que precisamente por eso, la afición esperaba una remontada imposible. Imposible porque meterle cuatro goles en su campo a aquellos elementos -y que no te metieran ninguno- no estaba al alcance de nadie. La machada no se produciría, y los medios y los aficionados sacrificios para aplacar al monstruo de las ilusiones rotas. Con todo esa payasada del autocar, el míster estaba regalando la excusa perfecta a sus hombres, a la vez que cargaba sobre sus espaldas toda la responsabilidad. "El Lussa" iría a la calle en mitad del escarnio periodístico, al tiempo que los jugadores saldrían de rositas diciendo "perdimos porque ese tipo estaba loco. ¡Mirad lo que hizo!"
Si no hubiera sido un veterano tan curtido, Gil Pacheco habría llorado. El míster era un tío cojonudo.
-¡Quita esa cinta de una vez, coño!
Gil Pacheco sonrió, aquellos chavales no compartían el gusto por la copla del conductor. ¡Si es que la mayoría eran casi unos críos!
Los dos camareros del sitio donde se hizo la parada al principio pensaron que aquello era una alucinación producto de lo temprano que era, luego, no tuvieron más remedio que avisar a los de cocina.
La visita fue rápida, lo justo para ir al baño, tomarse el bocadillo y complacer las peticiones de fotos y autógrafos. Luego, con el personal todavía boquiabierto, siguieron trayecto.
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