Manuel producía un surtido de sensaciones, y ninguna agradable. Sensaciones para los sentidos, la mente y el alma. Pero, insisto, ninguna agradable.
Era feo de físico, y no sólo por tener una cara bien poco agraciada cuajadita de granos (para colmo) y enmarcada por unas gafas bien poco favorecedoras, sino porque parecía tener solo dos gestos: uno de enfado permanente, y otro de bobo engreído. Remataba el calvario para la vista con unos andares a saltitos más propios de un pajarito que de un chaval de 15 años.
Manuel está aposentado en lo más hondo del pozo del fracaso escolar, y eso es lo que duele tanto a la mente: sus respuestas absurdas en los exámenes, y el estúpido engreimiento con que asegura que el día que se ponga a estudiar lo sacará. No esta esto tan claro...
Y duele al alma, y mucho, contemplar a ese chico, repetidor por partida doble, ignorado -acaso despreciado- por sus compañeros, y el aire de suficiencia con el que pretende hacer creer a todo el colegio (y a sí mismo), que le da igual no aprobar un examen o no tener un amigo.
Parece que su única verdadera preocupación son esos granos que le inundan todo el rostro. El farmacéutico le recomendó a su madre un producto en barrita, que se debe aplicar tres veces al día. Sin embargo, Manuel se unta el potingue compulsivamente, a todas horas, entre clase y clase, o en mitad de las mismas.
No parece que haga mucho efecto, pero el no pierde la esperanza.
Manuel está deseando cumplir los 16 para dejar el colegio y buscar su propio camino. Los estudios no son lo suyo. A él le atraen otras cosas mucho más.
Puede que si aprende a no ser arisco y pedante, se convierta en otro de tantos fracasados escolares que triunfan en la vida.
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