Fuera, esa pelota se había ido fuera, y por mucho. Manolo se marcó un taco de grado medio entre dientes, para chillar acto seguido:
-¡Más suave, Arturo, más suave!
Lo había intentado de todas la maneras que conocía, había recurrido a todos sus conocimientos y experiencia, pero no había manera, ni de enseñar al niño ni de convencer al padre.
Quizás nunca debería haber aceptado aquel trabajo, por muy bien pagado que estuviera: entrenar al hijo de un señor con dos fijaciones en la vida (y el dinero para poder permitirse ser esclavo de ellas): el tenis y la leyenda del Rey Arturo.
De modo previsible, aquel señor había bautizado a su primogénito Arturo y estaba obsesionado con convertirlo en el mejor tenista del mundo, quimera aderezada con lo de las leyendas: había construido una pista en su chalet a la que había bautizado "Camelot" y había encargado que en la raqueta de su hijo grabaran la inscripción "Excalibur".
¡Lástima que el chaval anduviera tan justito de cualidades! Hombre, con entrenamiento y tesón igual podría arañar algún torneo de urbanización para veraneantes, pero bien poquito más.
-¿Cómo lo ves, Merlín?
¡Esa maldita manía era lo que peor llevaba de todo, Manolo, me llamo Manolo!
-Pues lo que tantas veces te he dicho, que yo no termino de ver al chaval...
-¡Venga, venga, no seas pesimista, el camino al Santo Grial de la Ensaladera de Plata es largo y duro, pero merece la pena recorrerlo!
Lo dicho, como un cencerro.
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