No sé si los niños de ahora siguen aprendiendo a jugar al ajedrez (ni siquiera sé si tienen tiempo para aprender a jugar).
Yo sí que lo hice, con unos 8 o 9 años. Y me gustaba mucho, aunque tengo la sensación de nunca alcancé mi máximo pontencial. Me perdieron tres cosas:
-Los nervios, la precipitación, el ansia de mover de una vez...Tanto, que en más de una ocasión, no había terminado el movimiento y ya me daba cuenta de mi obeso error.
-La timidez, que hacia que siempre me sintiera más cómodo jugando contra la máquina que contra el humano. De hecho, sólo participé en un torneo de ajedrez escolar y me eliminaron a la primera, a manos de un jugador que siempre sospeché que no sabía más de movimientos combinados que yo, pero sí estaba más seguro de sus posibilidades.
-Y, por último, me hundió la falta de constancia, que hacía que siempre jugara a rachas: me pasaba un par de semanas pegado todo el día a la maquinita y, de repente, se me pasaba la fiebre y estaba un año sin jugar.
En resumen, que ni hubiera tenido más calma, fe en mi mismo y constancia, habría llegado a ser un ajedrecista bastante potable. Virtudes estas que el ajedrez lleva siglos enseñando a los jóvenes de todo el mundo y por las que le hemos de estar eternamente agradecidos.
Y es que no siempre gana la partida de ajedrez el más inteligente.
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