-¿Puede venir un momento, don Ismael? Es que no me sale.
-Si, ahora voy, Treví.
Ismael Pérez Alcalá jamás llevó muy bien eso de que obligaran a los alumnos a llamarle "don Ismael". Le parecía que, más que preguntarle una duda de perspectiva, le intentaban vender un seguro. Su único consuelo era la constancia de que a sus espaldas le conocían como "el Isma". Irónicamente, así le llamaban también los que le querían.
Ismael enseñaba dibujo técnico. Sabía que no era el mejor profesor del centro, y tenía la fe de no ser el peor. Quizás se le notaba demasiado que no le gustaba enseñar y que odiaba el aburrido mundo de los puntos y las rectas. Él era un artista, y en las aulas se sentía como un grácil bailarín de clásico enseñando el cha-cha-cha en una academia de barrio a sesentonas aburridas.
Ismael había entrado en la enseñanza con la ilusión de que con el tiempo dejaría todo aquello y podría vivir de pintar. Pero de eso ya hacía quince años, y cuando se pasa la barrera de los cuarenta, uno se quita los sueños de juventud y los deja fuera.
Ismael no pintaba nada desde hacía tiempo, y el resto de su producción lo estaba vendiendo casi al peso o, simplemente, lo regalaba a los amigos a la mínima ocasión. "¡Gracias, algún día esto valdrá millones!", le decían. Ismael correspondía a la mentira piadosa con una sonrisa forzada, a modo de despedida melancólica de aquel amado hijo suyo, ahora condenado a adornar de incógnito alguna salita.
En momentos de bajón emocional, Ismael se acariciaba el anillo y pensaba en sus dos mujeres: la grande y la chiquitita. Suspiraba y se decía a sí mismo que, al fin y al cabo, no se puede tener todo en la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario