Erase una vez un patito muy, muy feo, del que todos se burlaban por ser tan feo del cagarse. Pero a él no le importaba, pues era patito muy leído y sabía que, con el paso del tiempo, se convertiría en un precioso cisne y les podría restregar su belleza y elegancia al resto de la bandada (e incluso, posiblemente, entraría a trabajar en un ballet).
Lamentablemente, los años pasaron y nuestro patito feo, poco a poco, se fue dando cuenta de que ni cisne cuello negro ni cisne cuello blanco, que él era más pato que el mismísimo Donald, y de una fealdad que cada nueva primavera no hacía sino acrecentar.
Por las tardes, el patito genuinamente feo se solía aposentar en la orilla del río para contemplar la puesta de sol con las palmípedas en remojo, uno de los pocos placeres que en la vida les están permitidos a bichos tan hostiles a la estética. Embelesado como estaba de tanta gloria natural, ni se percató de que la traidora mira de una escopeta se le había posado en todo el cogote.
Aquel patito feo no sufrió en la muerte, seguramente porque ya había sufrido bastante en la vida, y acabó, bellamente confitado, en la lujosa mesa del rey de aquel tan lejano país.
Él lo habría querido así.
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