El Rey Cobrán era ambicioso y cruel. Había pasado todo su reinado conquistando tierras de manera compulsiva, derrotando a un poderoso ejército tras otro, hasta que ya no le quedó en todo el mundo próspero y rico territorio que someter. Entonces, de puro vicio, se lanzó a la conquista de Bokkené.
Bokkené era un lejano y árido cacho de desierto con aún más desierto en el subsuelo. Apenas tenía un puñadito de habitantes y ninguna riqueza. Sólo arena, calor y bichos raros y venenosos. Al llegar a la frontera, al encuentro de las feroces huestes del Rey Cobrán salió un anciano vestido de verde oliva. Era enclenque, con la barba blanca, tres dientes negros y patitas de insecto palo.
-¡Emisario, soy el Gran Rey Cobrán y he venido a conquistar estas tierras para mi propia gloria! ¡Decidle a vuestro amo que rinda sus ejércitos!
-Gran Rey Cobrán, no soy ningún emisario. Yo soy los ejércitos. Y no puedo decirle al puñetero de mi amo nada porque ha salido huyendo en cuanto se ha corrido la voz de que llegabais con ganas de conquista. Bueno, en realidad se han largado todos. Menos yo, claro, que para eso estamos las fuerzas armadas, para proteger a nuestro país. ¡Y uno ha hecho un juramento, leñe! Llevo siendo la única defensa de este almacén de arena desde hace 60 años, y, claro, como esto nunca lo ha querido invadir nadie, pues ni se molestaron en darme el relevo o, al menos, reforzarme. En fin, que me estoy enrollando mucho. Empecemos.
El anciano sacó del bolsillo de su pantalón una ridícula navajita de esas de cortar el queso y la fruta, la abrió con un resoplido de resignación y, exhalando un grito que daba más grima que susto, se lanzó a la carga contra el soldado enemigo más cercano. Éste, confundido, le recetó un seco escudazó al anciano, quien se quedó tendido inerte en la arena, con toda la barba blanca teñida rojo y los tres dientes negros de excursión por las dunas. No respiraba.
El Rey Brocán se acercó al anciano y se agachó a su lado. Recuperó la navaja de la arena, la dobló con cuidado y la devolvió al bolsillo.
-¡Que lo entierren!-bramó como sólo braman las fieras.
El astuto Bricón, primer lugarteniente del Rey, se acercó a su jefe.
-¿Avanzamos ya o dejamos que las tropas se refresquen, mi señor?
-Ni una cosa ni otra, nos vamos de este lejano y árido país.
-¿Señor?
-¡He dicho que nos vamos! El ejército enemigo ha rechazado nuestro ataque.
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