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sábado, 1 de marzo de 2008

El vídeo de la boda (aquel imborrable recuerdo que borraste después del divorcio para grabar un partido encima).

Lo mejor de estar soltero es que no has tenido que protagonizar un reportaje de boda, sometido al despotismo videográfico del tipo de la vídeo-cámara profesional.

Primero llega a tu casa y te saca toda suerte de absurdos planos: haciéndote el nudo de la corbata, mirando por una ventana nervioso y gilipollas o charlando distendidamente con el tío-abuelo Matías en el sofá del salón.

El calvario continúa durante la ceremonia: haciéndote un marcaje que ni un central de pueblo, achicharrándote la nuca con el maldito foco mientras balbulees la carta de San Pablo o dejándote ciego mientras intentas decir que sí, que quieres.

Y luego, el convite. Tú llegada triunfal, cómo te quemas con el puñetero consomé o cómo cortas la tarta a espada. Todo aderezado con minutos y minutos de imágenes de todas y cada una de las mesas. La de los primos lejanos esos tan finos que tienes, que hacen como si el cámara no estuviera (aunque no paran de mirar de reojo) y simulan estar teniendo una sofisticada conversación; la del cachondo de tu flamante cuñado puro en mano, haciendo a voces un comentario de muy dudoso gusto sobre la inminente noche de bodas.

Apoteosis y fin de fiesta: el baile. Ese vals que llevas meses ensayando y que la presión ha borrado de tu mente por completo, y, en seguida, los diversos efectos de la barra libre y el folklore hispano.

Moraleja: repase el vídeo dentro de unos años, si se atreve. Verá muchas caras que dejó de ver para siempre (el pobre tío-abuelo Matías) y otras muchas que desearía no volver a ver en su vida (quizás, hay que asumirlo, una es la de la novia).

Al final, sacará la polvoriento cinta del aún más polvoriento vídeo y quizás decida que, después de todo, tampoco merece tanto la pena pasarla a DVD.

Momento clásico y clave: Tu "cuñaó" posa con la ineludible tuna.

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