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lunes, 23 de abril de 2018

Un Testamento en la Servilleta de Papel de un Bar (5).

"Las he mangado para ti. Pensé que te haría ilusión tenerlas".

El tanatopractor ya había pronunciado la dichosa frase por lo menos cinco veces -con ligeros matices-, pero a su pareja parecía darle igual. Ella se limitaba a juguetear con las servilletitas de papel, muda, observándolas como quien contempla un enigma que teme descifrar.

"No las he leído, porque me figuré que te gustaría ser la primera".

Eso también lo había dicho dos o tres veces, pero ella seguía sin reaccionar. El tanatopractor se rindió: se encogió de hombros y se puso en pie.

"Bueno, tú misma. Voy a la cocina, que tengo hambre. ¿Quieres que te traiga algo?"

De nuevo, la callada por respuesta. ¿Quién podía entender a aquella chica? Se jugaba el puesto de trabajo para darle el capricho de su vida y ella como si nada.

Volvió de su incursión a la nevera con una sándwich prefabricado en una mano y una lata de cerveza en el otra. Su chica, todavía sin abrir el pico, había depositado las servilletas hechas una pelota en el cenicero ese tan grande y tan feo que las había traído su amigo Alberto de Canarias (el cenicero, Alberto era de Malasaña) y -con el gesto frío de los verdugos medievales- sacó un encendedor y, no sin mimo, prendió fuego al gurruño.

"¿Un mechero? ¿Has vuelto a fumar, amor?"

Ella, todavía muda, contemplaba al pequeña pira funeraria como si fuera la del más sagrado de los valerosos héroes vikingos.

Él, sin romper el silencio, enchufó el aparato reproductor de música y seleccionó la canción precisa para aquel momento, la única que, de todas las compuestas durante la historia de la Humanidad, podía sonar legítimamente mientras ardían aquellos poemas.

Ella, al escuchar los primeros acordes, levantó la mirada del mini-incendio y le sonrió con lágrimas en los ojos.

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