Siendo yo pequeño ya había electrodomésticos, pero a los niños nos interesaban más bien poco: como mucho, la tele (que no tenía mando a distancia, y únicamente dos canales) y los radio-cassettes. Pero, como los trapos sucios que se despachaban en aquella lavadora que nada nos interesaba, eso se quedaba en casa. Los niños salíamos de casa con una mochila de libros y cuadernos cuando era el momento de ir al cole, y con un balón si tocaba jugar.
Y entonces llegaron ellos.
Primero, los relojes digitales, esos que hacían que miraras la hora, aunque no quisieras saber qué hora era. Eran más bien poco fiables, y su única prestación más allá de día y hora resultaba ser una tímida lucecita que te permitía ver la pantalla (más o menos) cuando tus papás te llevaban al cine.
Luego, las maquinitas, las de sólo un juego y pilas de botón. Y, si te cansabas de la tuya, se la cambiabas al amiguete.
Y vino la avalancha: papá y mamá compraron el vídeo, la tele con mando a distancia, después el ordenador que se enchufaba a la tele, el walkman, la consola portátil, el ordenador con monitor, el teléfono móvil tonto, el ordenador portátil, el reproductor de MP3, la cámara digital, el reproductor de MP4, el teléfono móvil inteligente, la tableta...
La consecuencia de todo esto, aparte de que ya no se coge reloj, cámara de fotos o aparato de música porque para eso ya está el móvil (o sea, que llevamos un teléfono que usamos para todo menos para hablar por teléfono), es que los niños -todos nosotros, en realidad- nos hemos convertido en operadores ambulantes de aparatos electrodomésticos: poner la música, revisar los mensajes, buscar la ruta, ver qué tiempo va a hacer. Nos han "electrodomesticado".
En otras palabras que, cuando uno sale a pasear, ya hace de todo menos dar un paseo.
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