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viernes, 8 de febrero de 2008

¡Qué envidia me dan los que no envidian!

Bastan un par de milímetros cúbicos de envidia en sangre para que nuestro corazón empiece a bombear litros y litros de odio destilado que se nos pasearán por las venas años y años, amargándonos la vida y haciendo que se la amarguemos a los demás. Además, es fatal para la piel.

Es, por tanto, fundamental que evitemos a toda costa que el infecto líquido verde penetre en nuestro organismo. Ahí van algunos consejos básicos:

-Reconócelo, eso que llaman "envidia sana" no existe. Es sólo un invento de los cursis.

-Piensa que el otro no tiene la culpa, ni de lo suyo ni de lo tuyo. Él no eligió ser tan guapo ni que tú fueras tan feo; él no eligió ser tan bueno al fútbol o que tú fueras un patán del balón. Si le quieres pedir cuentas a alguien, espera a encontrarte con tu Creador y le expones tus quejas (si te atreves).

-Deja de preocuparte de lo que los demás tienen o dónde están y analiza por qué no lo tienes tú o la razón de no haber llegado todavía. Y lucha por ello si realmente tanto lo deseas.

-Asimila que hay gente con más talento y capacidad de trabajo. Arroja el escudo del "es un eschufado" por el water, tira dos veces de la cadena y reconoce que el otro lo merecía más que tú.

-Recuerda que ninguna vida es perfecta. Todas tienen sus luces y sus sombras.

-Nunca digas que te cambiarías por otro, cámbiate tú a ti mismo.


Flujo sanguíneo de un envidioso.

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