Desde que Alfred Hitchcock tuvo la feliz idea aquella, nadie ha tenido una ducha placentera en un hotel (estando solo, se entiende). Peor aún, aquellos lugares donde la modernidad en forma de mampara aún no ha llegado.
Yo he mejorado mucho en mi relación amor-odio con la cortinilla. Antes, convertía aquel cuarto de baño en un afluente navegable del río más cercano, ahora, simplemente lo pongo todo perdido. Que le vamos a hacer. Bastante tengo con entender cómo funciona la dichosa ducha y regular los grifos para lograr esa delgadísima línea roja que separa el escaldado más rotundo de una gélida visita al Polo Norte de la higiene. De lo del gel y jabón, hablaremos otro día.
En resumen, que la gente echa de menos su cama y su almohada, pero yo extraño más mi ducha, con su mampara que lo para todo y sus grifos razonables.
1 comentario:
Cierto, toda una ciencia lo de regular la temperatura de la ducha, en grifo ajeno.
Por muy difícil que sea el propio al final siempre se coge el truquillo
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