El despertador, era el dichoso despertador otra vez. Tranquilo, Jonás, todo pasará pronto. La maquinilla, el grifo, el desayuno, el cepillo de dientes, la ropa, el ascensor, el autobús, la oficina, las ocho horas de lo mismo, lo mismo, lo mismo con una hora para comerse el bocadillo con la lata de refresco y pieza de fruta. ¡Y por fin, libre! Autobús y a casa, a ser libre. Libre como sólo él sabía serlo.
¿Cuándo había empezado todo aquello? Sin duda, en la adolescencia, o puede que en la niñez.
Ese mundo privado, ese mundo suyo, al que nadie jamás había sido o sería invitado. Era el mundo de Jonas.
Sí, había empezado todo el niño, cuando comenzó a percatarse de que este mundo no era para él, y que si quería sobrevivir, tendría que buscarse otro a su medida.
Lo había intentado -¡Bien lo sabe Dios!- pero quizás no con el suficiente empeño o el tino que era preciso. Pero no, ese mundo, el mundo de todos los demás, el mundo de todo el mundo no podía ser el suyo.
Empezó a pasar las tardes solo en su habitación, con los ojos en ninguna parte y la mente en otro sitio. Viajaba a otro mundo, al suyo. Un lugar donde tenía amigos -muchos-, donde nadie se reía de él, donde las preguntas de los exámenes tenían respuesta y el gol de la victoria llevaba su firma.
Ahora, cuatro décadas después, ya no podría vivir en otro sitio. Cierto que tenía una casucha diminuta en un barrio barato, cierto que tenía un trabajo de mierda. Daba igual, eso era lo justo y necesario para mantener a su cuerpo con vida, a su estúpida expresión física.
Lo importante era su mente. Esa viajera que todas las tardes se desplazaba a ese mundo donde se podía ser libre y feliz, donde Virtuditas -la de administración- lo amaba y tenían dos niños y un chalé con piscina, donde su jefe le respetaba y sus compañeros lo admiraban. Un mundo donde el gol de la victoria seguía siendo suyo.
El mundo de Jonás.
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