-¿Se va a pasar usted mañana, doña Soledad?
-Pues sí,padre, tenía intención.
-Muy bien. ¿Como a las ocho?
-Sí, de ocho a ocho y cuarto.
-Estupendo, allí la estaré esperando.
Don Cosme, el cura de pueblo, mimaba a su rebaño, aunque fuera mono-ovejil. Después de todo, eso lo hacía más sencillo.
Doña Soledad era la única persona del pueblo que iba a misa sin que mediara llanto o celebración, y no siempre. Por eso don Cosme se preocupaba todas las tardes de pasarse por casa de la señora para ver si al día siguiente tocaba o no. Y ya llevaba más de dos décadas haciéndolo.
Seguramente, usted pensará que el sacerdote en cuestión no pedía ser traslado a una plaza más movida por pura vaguería acomodada.
Nada más lejos de la realidad. Don Cosme es un hombre marcado, un proscrito, un fugitivo de la justicia que buscaba el sitio más perdido, discreto y gris del mundo para ocultarse allí. Y lo encontró.
Pero no vaya usted a pensar mal. En lo de don Cosme no hay sangre de por medio, ni tan siquiera es muy feo del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario