Tras la pertinente inspección ocular del vagón, Elisa alcanzó un veredicto: al Metro de Washington no le vendría mal una capita de pintura. Aunque pintado, lo que se dice pintado, estaba mucho. Desde luego, de limpio, como el de Madrid, ninguno. Y, en justo homenaje, se puso a canturrear por lo patriótico.
-Cuando vayas a Madri...
-¡Española, eres española!
La señora que se le había sentado en el contiguo se acababa de encender. Una típica viejecita pesada de suburbano. En eso, concluyó, todos los metros son iguales.
-Sí, señora.-respondió Elisa por lo cortante.
-¡Con lo que me gusta a mí tu país! Yo soy de Puerto Rico, sabes.
-Me parece muy bien, señora.
-¡Ah, los españoles sois muy generosos!
Estaba claro por su tono, su pinta y su comportamiento: le iba a pedir dinero. Elisa -curtida viajera- decidió adelantarse a la jugada y comprar el silencio de la pesada y veterana pordiosera, pues le quedaban aún demasiadas estaciones por delante.
-Tenga, señora, cincuenta centavos. Y, por favor, déjeme en paz.
-¡Lo que yo te decía! ¡Generosos al mil por cien!
El moneda dio el fruto deseado, y la anciana no volvió a abrir el pico. Cuando Elisa llegó, por fin, a su parada, y se disponía a incorporarse, la tostonera señora le tomó la mano y le acercó los labios a la oreja.
-No sé lo digas a nadie, pero soy un hada madrina jubilada. Como has demostrado tener un corazón de oro, te concedo un deseo. Lo primero que pidas, se te cumplirá.
Elisa desenfundó una sonrisa de sorpresa y horror. La vieja, además de pidona, estaba como una regadera. Se apresuró a la salida sin darse la vuelta, por si las moscas.
Elisa Pradín, corresponsal en Estados Unidos de una agencia madrileña, estaba en Washington para cubrir la toma del presidente Bush jr. Había llegado con tiempo al acto, así que decidió matar el rato intentando ligarse al jugoso reportero argentino Hugo Pablo Velicci.
-¿Qué te parece este tío?
-¡Un pelotudo! Incluso peor que el padre.
Ella sonrió. La cosa pintaba prometedora.
-A mí me parece un cerdo racista. ¡Ojalá el próximo presidente de los Estados Unidos sea afroamericano!
"¡Y ojalá seas tan bueno en la cama como me imagino!", se dijo para sí.
Diez horas después, Elisa se zafó del pegajoso abrazo y los ronquidos de Velicci y se metió en el baño de la habitación del hotel para darse una ducha. Todavía llevaba la enorme decepción en la cara.
(Y eso que no era consciente de lo cerquísima que había estado de pasar la noche más increíble de su vida).
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