No hay negocio más próspero que regentar un bar en las inmediaciones de una iglesia. Ya no sólo por las masas sacias de espíritu pero sedientas de cerveza que salen de misa de 12, sino por ese curioso colectivo formado por los "escaqueaos de ceremonia".
Aunque cada vez menos por aquello del laicismo, la dinámica de cualquier familia genera su volumen de ineludibles citas con la ceremonia religiosa: bodas, bautizos y comuniones. Días de sacar el traje bueno y lustrar los zapatos. La señora, muy fina embutida en tonos pastel y con pamela; los niños, perfumados y repeinados a lo lametón de vaca.
"Id bajando, que voy a aparcar", jugada maestra. Al parking y, luego, de cabeza al oportuno bar de enfrente del templo. Recepción triunfal del resto de machos de la familia, que, acodados en la barra, ya nos están colmando de voces y abrazos, y pidiendo nuestra primera cañita. La celebración se prolonga hasta que alguien pronuncia la nefasta frase: "venga, vámonos que ya no puede quedar mucho".
"Joder, no veas para aparcar", es la excusa que se da mientras uno se sienta en el banco, con el gesto contrariado y colocándose la corbata.
La bodas por lo civil constituyen una auténtica peste para el noble arte del "escaqueo de ceremonia". Las reducidas dimensiones del juzgado no dan ni de lejos las inmensas posibilidades de que nadie note tu ausencia que proporciona una iglesia. Mala suerte. Menos mal que suelen ser bastante cortas (lo que se tarda en leer los cursis poemitas de rigor y poco mas...)
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