Ignoraba quién se había inventado lo de "calor de justicia", pero seguramente la inspiración le había llegado en una tarde como aquella. Se secó y se resecó el sudor con el pañuelo (parecía que después de cien intentos todavía no se había dado cuento de lo inútil que resultaba aquello en tales circunstancias) y levantó la vista de ojos entornados hacía el sol, como para decirle "¡pero qué cabronazo que eres!"
Manolo era turista aficionado y, como tal, le había dado por salir a dar un paseíto a la peor hora, cuando lo lugareños de ese pueblicito tan castellano y tan pintoresco disfrutaban de la sombra y la siesta, dejando las calles totalmente desiertas. Manolo se moría por un trago de agua, pero, por no haber, ni un crío al que preguntarle dónde estaba la fuente más cercana había.
Y entonces apareció a lo lejos un viejo de los de boina y garrota, como siempre ocurre en los pueblecitos de la Meseta.
-¡Oiga, buen hombre! Perdone usted. ¿Me sabría indicar dónde hay una fuente?
Fue inútil. Por mucho que gritara, el viejecito castellano medio está tan sordo, que no oye nada de nada a más de dos metros de distancia.
Manolo se acercó apresurado y repitió la pregunta. El octogenario -puede que incluso más- levantó la ceja, observó al visitante e, ignorando la pregunta, se limitó a contraatacar.
-Usted no es de aquí.
-No, no, estoy de visita.
-Ya se ve, ya.
-¿Sabría usted dónde queda una fuente?
-¿Y qué hace usted por la calle a estas horas?
-Dando un paseo.
-¿Con el calor?
-Sí, mucho calor. ¡Por eso me vendría muy bien una fuentecita! ¿Sabe dónde hay una cerca?
-Cerca una no hay.
-¡No fastidie!
-Una, no. Dos hay bien cerca.
-¿Me podría indicar, por favor, el camino?
-¿A cuál?
-Cualquiera de las dos me vale.
El vejete se puso muy serio, y con una sonrisa socarrona, negó con la cabeza, acompañándose de ese ruidito de negación tan de los españoles.
-Cualquiera, no.
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