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domingo, 11 de marzo de 2018

El Hombre que le Empató a la Muerte (6).

El hombre de negro y caro cruzó la puerta de la iglesia sin hacer ruido alguno. Aunque, por otro lado, daba igual: en aquella mediana, moderna y gris iglesia del extrarradio apenas había cinco personas y todas sufrían diferentes niveles de sordera severa, desde el triple "¿me lo repite usted, por favor?" hasta el como un tapia.

El párroco hizo acto de presencia. Él tampoco era ningún crío -calvo, huesudo y con gafas- pero todavía le quedaban un buen puñado de homilías en la recámara y ni se había planteado colgar la estola. Los feligreses que todavía podían se pusieron en pie y lo recibieron con un canto. En otro época, no debían de haber entonado del todo mal, pero la sordera transformaba a aquel pequeño quinteto de parroquia en un espectáculo absolutamente atroz a los oídos.

-Dedicamos esta Eucaristía en memoria nuestro hermano José Fierro Díez y por el eterno descanso de su alma -indicó el sacerdote, sin muchas expectativas de que sus feligreses se percataran de aquella mínima novedad dentro del programa habitual.

No se volvió a nombrar a Fierro en todo el servicio. Terminado, el hombre de negro y caro se acercó al párroco para darle las gracias en nombre de su cliente.

-Ya le dije que un martes a las 8 de la mañana no iba a haber prácticamente nadie.

-Eso era precisamente lo que se quería.

-Y para colmo, que ese pobre señor no tuviera a nadie en este mundo. Resulta triste.

-¿No se supone que los funerales tienen que resultar tristes?

El hombre de negro y caro no se quedó a esperar la reacción del sacerdote a su arrebato de ingenio. Desapareció por donde había venido con su sigilo habitual.

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