-¡Ya está, de ésta no sale!
La señora Gutiérrez con gusto le habría mandado a su marido al infierno -u otro sitio peor- de un sonoro rugido, pero aquello era la sala de espera de urgencias y, después de todo, ella era enfermera. Se limitó a condenarlo a muerte marital durante una o dos horas. Una mirada bastó para ello, y el señor Gutierrez sabía que aquella sentencia era inapelable. Así pues, se limitó a hacer lo único posible en tales cirncunstancias: miró su reloj y resopló.
-Mucho tiempo lleva ya...
-¡El que haga falta, coño!
Los maridos nunca han sido particularmente buenos aprendiendo de sus errores. En el exilio de la calle a donde les habían echado por dar voces en la sala de espera de urgencias, la señora Gutiérrez se mordía las uñas sentada en un banco y el señor Gutiérrez iba de esquina en esquina, como esos juguetitos de cuerda tan monos y de los que tan rápido se cansan los niños la mañana de Reyes.
-¡Tú!
-Dime, amor -el señor Gutiérrez se giró rápidamente, quizás no estaba todo perdido.
-Vete a buscar una iglesia por aquí cerca y te metes a rezar para que don Valerio resista.
-Pero, cariño, ¡si nosotros no somos creyentes!
-Pero don Valerio sí que lo es. Considéralo como una "oración delegada". Además, la cosa está tan fea que toda ayuda es poca.
-Como tú digas, amor.
-¡Fuera de mi vista, gilipollas!
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