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martes, 23 de mayo de 2017

Los Escuderos (4).

José Emilio y Augusto se habían conocido cuando pocos se podían permitir el lujo de no tratar el primero como don Jose Emilio. Augusto había aspirado a serlo, pero no había podido.

José Emilio y Augusto se odiaron a primera vista, aunque sin más razón para ello que el mastodóntico orgullo de ambos. Don José Emilio era el triunfador líder de la empresa, Augusto era la prometedora estrella emergente. El uno no quería enseñarle sus secretos, el otro no quería aprenderlos.

José Emilio mantuvo su velocidad de crucero en lo más alto y Augusto, contra todo pronóstico, se fue hundiendo poco a poco, lastrado por su propia excelencia. Un moderno Ícaro (para los que todavía sepan de quién hablo).

José Emilio se jubiló entre vítores y aplausos, y cayó en un colchón de jugosa jubilación. Augusto cada vez tenía más problemas para encontrar empleo. El orgullo le impedía rebajar sus exigencias económicas y, en cualquier caso, "era un tipo con el que es difícil trabajar".

José Emilio fue asaltado por la senectud con la misma implacable crueldad con que Agusto fue conquistado por el desempleo. Ya nadie estaba dispuesto a darle colocación. La falta de actividad lo había convertido en un anticuado dinosaurio. Y, en cualquier caso, "era un tipo con el que es difícil trabajar".

La familia se enteró de lo mal que lo estaba pasando Augusto y, con la mejor de la intenciones, le había ofrecido una salida. 

Augusto se pasaba las tardes lamentando habcer sido tan orgulloso, tan tonto y tan difícil. Jose Emilio babeaba y sonreía como un bobo.

Los dos habían llegado al fondo más oscuro y fétido del profundo pozo de la decadencia por caminos diferentes.

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