Las paredes de los colegios
tienen los oídos más finos y cotillas del universo. No importa
dónde te escondas, siempre habrá alguien escuchando. La Calculadora
no era ninguna novata, y no debería haberse creído que podría
engañar a esta ley, tan exacta como las que reinaban en sus libros
de matemáticas. Ciertamente, la conversación que tenía que
mantener con aquel tío era tan vital como poco agradable.
-¡Mira, pedazo de inútil, por
tu culpa la he pringado y me puedo meter en un lío con la dirección,
así que vamos a tener que colaborar para que ese jodido cuaderno
aparezca de una puta vez!
Pústula reprimió una
carcajada, no sabía si se la habían causado los nervios o la
tremenda impresión de escuchar a toda una profesora soltar dos tacos
tan gordos y tan seguidos.
-¿Y qué quieres que haga? ¡He
preguntado mil veces en clase, les he dicho que no le iba a pasar
nada al culpable si la devolvía, les he amenazado con los peores
castigos si no aparecía, y les dio exactamente igual!
-¡El problema es que eres un
pringado de primera división, y como me descuide, me vas a arrastrar
contigo a la puta cola del paro!
Otra carcajada ahogada de
Pústula.
-¡Pero dime qué puedo hacer!
-Tú, nada, tarado. Tendré que
tomar cartas en el asunto. Aunque, por supuesto, la pasta la vas a
poner tú.
-Pasta, ¿qué pasta?
-¡Anda, lárgate a tomarte un
café, ya te diré cuánto es en su momento!
El Big Ben, apocado según su
costumbre, se giró con total docilidad y enfiló el pasillo.
Mientras, la Calculadora, creyéndose totalmente sola, decidió
aprovechar la visita a aquel servició.
-¿Qué ha sido eso? -susurró
Pústula a su amiga.
-A mí me ha sonado a pedo
brutal.
-A mí también.
Un matemático suspiro de
alivio confirmó la sospecha. Nueva carcajada en voz bajita, esta vez
por parte de las dos niñas.
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