-Pasa tú primero, tía.
-¿Seguro?
-Que sí, que se te veía con
prisa.
-Vale. Yo vigilo.
-Vale.
Ya quedó dicho que siempre se
quedaba una de centinela, pero -también se mencionó- por aquella
parte del edificio pasaba poca gente, y menos a esas horas, pues los
almacenes era territorio de los encargados de mantenimiento y material, y de las señoras
de la limpieza. En resumen, que aquella guardia nunca se había
topado con el enemigo (o sea, que por allí nunca había parado nadie
mientras estaban ellas en el baño). Por eso, cuando se escucharon
voces subiendo por la escalera, voces que se volvían cada vez más
intensas, la pobre Pústula -carente de plan o experiencia- no supo
cómo reaccionar. Se limitó a seguir su instinto, y el condenado le
ordenó que se metiera para dentro a preguntarte a Eva qué hacer.
-¡Tía, que viene alguien!
-¿Quién?
-¡Alguien, no sé!
-¿Qué alguien?
-¡Alguien!
-¡Tranquilízate, que me voy a
asomar!
La puerta medio abierta se
tragó la cabeza de Eva, pero sólo durante medio segundo, que es lo
que tardó en ser regurgitada, plena de pánico.
-¡El Big Ben con la
Calculadora! ¡Y vienen para acá!
-¡Ostras!, ¿y te han visto?
-No, todavía no han doblado la
esquina. Los he reconocido por las voces.
-¿Qué hacemos?
-Ya deben de estar en el
pasillo. Si salimos, nos ven y nos quedamos sin baño privado para
siempre. Por no hablar de un pedazo de castigo que nos íbamos a
cagar más que aquí.
-¿Entonces?
Entonces estaba la gran cesta
con ruedas, la de las toallas sucias y similares, que no debería de
haber estado allí. Pero las señoras de la limpieza, ya se sabe, que
les resultaba más cómodo dejarla allá que en el almacén. De un
gran salto, Eva y Pústula le pidieron asilo político a la ropa
sucia. Ahora sólo quedaba esperar y rezar para que no las pillaran.
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