También con sus propios medios
seguía Eva Colmo a la búsqueda del dichoso workbook, aunque ella
-que no se tenía por una persona de las que no rinden- se sentía
cada vez más desanimada.
-Tía, yo creo que lo mejor es
dejarlo. Si echan al Big Ben, pues ya le saldrá otra cosa. Quizás
sea lo mejor para él, que me parece a mí que lo de dar clase no es
lo suyo -le indicó su siempre fiel en el acto y el consejo Pústula.
-Ya, tía. No sé. Lo mismo
tienes razón.
-Acompáñame al baño.
-¿Y eso?
-No sé. Algo que he
desayunado, o el maldito examen de matemáticas que tenemos ahora
después del recreo, o seguramente las dos cosas.
-Ya, yo estoy un poco igual.
-¡Maldita bollería
industrial!
-¡Y malditas integrales!
-¡Menos mal que tenemos
nuestro bañito privado!
Efectivamente, Eva Colmo y su
fiel Pústula disponían de su propio cuarto de aseo particular en
aquel colegio. La cosa se remontaba a dos cursos antes, cuando Anita
Díaz había dejado de comer y hacer las digestiones como debía,
presa de ese virus maldito que ataca la cabeza de los adolescentes, y
no podía ir al cuarto de baño sola. Eran precisos una alumna de
confianza que la supervisara en tales menesteres (¿y quién mejor
que la tan de fiar Eva Colmo?) y un aseo discreto, lejos de las
molestias y el cotilleo de los alumnos. Se recurrió entonces al baño
de profesores del último piso, situado al fondo del pasillo y bien
poco usado, pues allí había un almacén en vez de aulas, y era
mucho más práctico recurrir al que había pared con pared con la
sala de profesores. Para hacer uso del servicio en cuestión de un
modo ágil, a Eva se le entregó llave de la puerta. Por fortuna,
Anita Díaz superó lo suyo -más o menos-, pero se olvidaron de
reclamarle a Eva que devolviera la llave. Desde ese día, tanto Eva
como Pústula hacían uso privado y secreto de ese cuarto de baño
tan poco transitado, sin que jamás las hubieran sorprendido
(principalmente, porque uno u otra había guardia a la puerta).
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