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viernes, 29 de abril de 2016

Algo huele a podrido en (el estado de) mi cole (16).

7.La tercera mosquetera.

Atosa, Portosa y Aramisa, así se hacían llamar. Para que luego digan que de las clases de Lengua Castellana de las aulas de primaria no valen para nada. La señorita le había hecho leer una versión -convenientemente adaptada- del clásico de Alejandro Dumas (padre) y a las tres íntimas e inseparables amigas les había encantado aquello del “todos para uno y uno para todos”. Ellas lo había adaptado convenientemente a “todas para una y todas para siempre” y habían comenzado, tras oportuna y solemne ceremonia de juramento en la mesa más al fondo de una hamburguesería, a llamarse entre ellas por sus nuevos apelativos. Atosa era Eva Colmo, Úrsula era Portosa y Sarita era Aramisa.

Sarita era Sara Gómez Troya. Era la más alta de las tres (aunque solo un poquitín más que Eva), la más delgada y, las cosas como son, también la más guapa (o, al menos, la que tenía un mayor potencial para serlo). Aunque, claro está, en Primaria lo de si un niño o niña es más o menos agraciado le preocupa mucho más a sus papás y abuelos (y a las vecinas) que al crío en cuestión.

Para rematar la faena, Sarita también era la que mejores notas sacaba, decía Eva que porque era la más lista de las tres, aunque Sarita -un poco colorada- replicaba que estudiaba mucho. Tanto Eva como Sarita decían la verdad.

Las Tres Mosqueteras se habían conocido el primer día de cole y habían conectado de inmediato. Ese fatídico momento en que tus padres te arrojan cruelmente a un mundo inhóspito y desconocido con una mochilita nueva por todo equipación, uno busca refugio en cualquier compañero de tragedia y ellas lo habían encontrado las unas en las otras. Su amistad fue creciendo con los cursos. Habían hecho todo juntas durante la totalidad de la primaria: combatir el aburrimiento en clase lanzándose miradas y notitas, correr dando voces por el patio hasta caerse risa o compartir las muñecas de Reyes o las inocentes ilusiones de los primeros amores imposibles un viernes por la tarde en la habitación de alguna de ellas. No eran ni jamás serían las divinas Cenis -ni pretendían serlo- pero vivían muy felices con su grupito de confidencias, apoyo y lealtad. Pensaban que su amistad sería eterna, que nada ni nadie jamás separaría a las Tres Mosqueteras. Lo creían firmemente y de todo corazón, como un dogma de fe, porque se lo habían jurado una y mil veces. Creyeron que la amistad nacida y criada en la infancia sería eterna, como todos hicimos en algún momento.

Y entonces llegó la dichosa Educación Secundaria.

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