7.La tercera mosquetera.
Atosa, Portosa y Aramisa, así se hacían llamar. Para que luego
digan que de las clases de Lengua Castellana de las aulas de primaria
no valen para nada. La señorita le había hecho leer una versión
-convenientemente adaptada- del clásico de Alejandro Dumas (padre) y
a las tres íntimas e inseparables amigas les había encantado
aquello del “todos para uno y uno para todos”. Ellas lo había
adaptado convenientemente a “todas para una y todas para siempre”
y habían comenzado, tras oportuna y solemne ceremonia de juramento
en la mesa más al fondo de una hamburguesería, a llamarse entre
ellas por sus nuevos apelativos. Atosa era Eva Colmo, Úrsula era
Portosa y Sarita era Aramisa.
Sarita era Sara Gómez Troya. Era la más alta de las tres (aunque
solo un poquitín más que Eva), la más delgada y, las cosas como
son, también la más guapa (o, al menos, la que tenía un mayor
potencial para serlo). Aunque, claro está, en Primaria lo de si un
niño o niña es más o menos agraciado le preocupa mucho más a sus
papás y abuelos (y a las vecinas) que al crío en cuestión.
Para rematar la faena, Sarita también era la que mejores notas
sacaba, decía Eva que porque era la más lista de las tres, aunque
Sarita -un poco colorada- replicaba que estudiaba mucho. Tanto Eva
como Sarita decían la verdad.
Las Tres Mosqueteras se habían conocido el primer día de cole y habían
conectado de inmediato. Ese fatídico momento en que tus padres te
arrojan cruelmente a un mundo inhóspito y desconocido con una
mochilita nueva por todo equipación, uno busca refugio en cualquier
compañero de tragedia y ellas lo habían encontrado las unas en las
otras. Su amistad fue creciendo con los cursos. Habían hecho todo
juntas durante la totalidad de la primaria: combatir el aburrimiento
en clase lanzándose miradas y notitas, correr dando voces por el
patio hasta caerse risa o compartir las muñecas de Reyes o las
inocentes ilusiones de los primeros amores imposibles un viernes por
la tarde en la habitación de alguna de ellas. No eran ni jamás serían las divinas Cenis -ni pretendían serlo-
pero vivían muy felices con su grupito de confidencias, apoyo y
lealtad. Pensaban que su
amistad sería eterna, que nada ni nadie jamás separaría a las Tres
Mosqueteras. Lo creían firmemente y de todo corazón, como un dogma
de fe, porque se lo habían jurado una y mil veces. Creyeron que la
amistad nacida y criada en la infancia sería eterna, como todos
hicimos en algún momento.
Y entonces llegó la dichosa Educación Secundaria.
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