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viernes, 4 de diciembre de 2015

El Espejista (3).

Cuando el enclenque joven llegó a la plaza, había un medio centenar de personas, y creciendo, aunque sonaban como si fueran mil. Todos arremolinados en torno a la hoja de papel.

-¡Mirad, ése es! -gritó el lugareño nada más ver al enclenque joven.

Todos los rostros se giraron hacia él: asustados, incrédulos, admirados, expectantes y esperanzados.

-¡Le pregunté cuánto me daba por el retrato antes de que saliera corriendo como una bala!

El lugareño se lanzó tembloroso hacia el enclenque joven y le entregó un puñado de monedas.

-¡Toma, es todo lo que tengo!

-¡No hace falta que me des tanto, hombre!

El resto de los presentes se fundieron como uno solo en el mismo grito: "¡Hazme también uno a mí! ¡Quiero ver cómo soy!", le imploraban al tiempo que también blandían sus saquitos de dinero.

El joven enclenque sonrió:

-¡Vaya, parece que tengo un montón de encargos de golpe! Por favor, hagan una fila y tengan paciencia.

-¡Yo te ayudo a poner orden! -chilló su nuevo amigo el lugareño.

-Supongo que a cambio de una pequeña parte de los beneficios.

El lugareño asintió con una sonrisa. Es absolutamente imposible sacar al pequeño avaro que late en el fondo del estómago  de cualquier hombre de campo.

-¿Cuánto cobramos por cada retrato, socio?

-Caro. Si yo te he dado todo lo que tengo, también lo harán ellos.

-Bueno, pues organiza a toda esta gente, convénceles de que tendrán que ser pacientes, luego búscame una silla, y tráeme un poco pan y queso, y algo de vino.

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