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lunes, 30 de noviembre de 2015

El Espejista (2).

Era flacucho, pálido y enclenque. No parecía peligroso, como la mayoría de la gente que supone un verdadero riesgo. Vestía un sombrero de paja sobre su cara pecosa, una camisa barata de algodón, una pantalones que le estaban un poco pequeños y unas sandalias que apenas le curaban la descalcez. Llevaba a la espalda una gran carpeta colgada en bandolera y un lapicero en la oreja, como los tenderos.

-¿Hay dónde comer? -preguntó al primer paisano que encontró al entrar el pueblo.

-¿Hay dinero?

El forastero sonrió.

-Hay modo de ganarlo.

-No se crea usted que por aquí hay mucho trabajo, mozo.

-No me hace falta que me den trabajo, yo lo llevo puesto.

-¿Y cómo es eso?

El flacucho forastero tomó su carpeta, se sentó en el suelo y, tras extraer un folio, empuñó su lapicero. Con la lengua fuera de pura concentración, comenzó a alternar de modo rítmico una mirada al lugareño y un par de trazos en su papel.

No tardó mucho en terminar su obra. Apenas unos minutos.

-Tenga. ¿Cuánto me da por esto?

-¿Y qué es este esto?

-Un retrato.

-¿Un qué?

-De acuerdo, más bien es un boceto. Pero reconocerá que el parecido es muy bueno.

-¿Parecido a quién?

-¡No me ofenda, hombre! ¡A usted!

El lugareño miraba maravillado el pedazo de papel.

-¡¿Que esto soy!?

-Claro, hombre de Dios.

El lugareño se quedó unos instantes bloqueado y, después, salió corriendo dando voces.

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