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viernes, 27 de noviembre de 2015

El Espejista (1).

Erase una vez una tierra huérfana de espejos; un pueblo donde las leyes de la óptica no se hacían cumplir; érase una vez un pequeño mundo sin luz reflejada, donde nadie sabía de su aspecto más allá de lo que los demás le contaban.

-¿Cómo soy, mamá? -preguntaba cada niño.

-Pues es el más guapo del mundo, hijo mío -respondía al instante ella, lógicamente.

Y no había espejo que sacara al pequeño de su (presunto) engaño. Puede que algún desalmado compañero en el colegio le dijera lo contrario, pero, a falta de la rotunda evidencia de una imagen que vale más que mil palabras, el nene no terminaba de creérselo. Y cuando mamá le decía que lo que le tenían era envidia, el pequeño se acababa de tranquilizar.

Con los adultos era muy diferente, claro está. Tus amigos te ven muy guapo, y tus enemigos muy feo. Natural. Por tanto, no tenía sentido preguntarles.

A muchos les daba igual, o les daba miedo, y preferían vivir su existencia en la total ignorancia sobre la naturaleza de su rostro.

Para los otros estaban los monitores.

Llegar a ser monitor no era sencillo, no porque ejercer tal labor fuera una tarea difícil, sino porque era un círculo cerrado, un honor pasado de padres a hijos en el que era muy complicado meter la cabeza.

Un monitor, a cambio de una módica cantidad de monedas, te daba su opinión imparcial sobre la belleza de tu rostro, algo que garantizaba el solemne juramento de imparcialidad que había tomado al entrar en el cuerpo.

La mayoría se contentaba con la opinión de dos o tres monitores, si estos coincidían en que se era "guapo" o "feo", pero los más vanidosos podían acudir a decenas, con el fin de confirmar su sobresaliente belleza. Además, estas personas visitaban a los monitores con regularidad, para estar al día sobre los efectos del paso del tiempo sobre su cara, o incluso para confirmar que su aspecto antes de acudira a un cita social era deslumbrante. Era con este colectivo, obviamente, con el que los monitores hacían un negocio más jugoso.

Como en todas las profesiones, dentro del gremio de los monitores también había niveles de prestigio, determinando este la cuantía de sus honorarios.

Y, entre todos, Kadbel era el número uno. Recibir su opinión, su respestadísima opinión, su palabra reverenciada, valía un mes de sueldo de un trabajador medio.

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