-Pero, ¿quién es toda esta gente? -interrogó alarmado Manolo Fontajo.
-Pero, ¿quién es este crío? -le respondió a la gallega el propietario del local.
-¡Cariño, no te lo vas a creer, el tarado ese de Romera nos ha traído a un sitio rarísimo y nos han bañado a la niña en whisky! Dime la dirección del salón del banquete, que ahora mismo me cojo un taxi y me voy para allá -era, lógicamente, la mamá de Clarita.
-Me permitirá que yo abone lo que nos cueste el taxi -saltó Azarías Romera, por intentar arreglar lo inarreglable.
-¡Yo a usted no le permito ni que nos acompañe!
-Pero, ¿qué sitio es este hija mía!
-¡Don Álvaro!, ¿qué hace usted aquí?
Era Don Álvaro Ñoque Rizobi -agustino recoleto, amigo de la familia de toda la vida y -por extensión- el sacerdote que había administrado el bautismo a la pequeña Clarita.
-Os he venido siguiendo en mi coche.
-Pues dese la vuelta que nos vamos, ahora le explico ¡Qué pesadilla de banquete de bautizo!
-Sí, vámonos.
-¡De aquí no se mueve nadie!
La Policía, que, respondiendo a un chivatazo de que aquel local no tenía más de dos y más de tres cosas en regla, se personaba en forma del inspector Carlos Luagasa y sus muchachos.
-¿Cómo que no se vaya? ¡Oiga, que yo soy el padre Alvaro Ñoque, agustino recoleto.
Manolo Fontajo se giró hacia el sacerdote para intentar tranqulizarle.
-No pasa nada, hombre, si el problema lo va a tener el dueño de todo esto. ¿Es la primera vez que se ve envuelto en una redada en un puti-club?
-¡Por supuesto que sí!
-Hay una primera vez para todo, compañero Don Álvaro!
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