Francisco Cabral apenas tardó unos segundos en telefonear al enterarse de la noticia.
-¿Qué tal, Paco?
-¿Cómo ser puede ser tan hijo de puta?
Al letrado Carlos Capitán aquello no le pillaba de sorpresa.
-Todo el mundo tiene derecho a un abogado, nadie mejor que tú lo sabe. Lo has repetido mil veces por televisión.
-¿Tú sabes lo que le hizo ese hijo de puta a mi hija?
-Presuntamente le hizo.
-¡No me toques los cojones, que tú eres tan hijo de la gran puta como él!
-En fin, creo que esta conversación ha termiando. Y también nuestra relación de amistad. O mejor, dicho, también presuntamente de amistad.
Carlos Capitán fue más rápido que el siguiente insulto de Cabral y colgó antes de escucharlo.
Carlos Capitán había sido el alumno más aventajado del gran Francisco Cabral, su auténtico cachorro y delfín. Capitán a menudo recordaba las palabras de Cabral al darle la bienvenida:
"Norma primera y única de este bufete: nos importa una mierda qué ha hecho el cliente, si tiene dinero, nosotros haremos que salga inocente para que otros como él vengan a pagarnos por nuestros servicios".
Capitán había durado relativamente poco bajo la protección de Cabral: el aguilucho pronto aprendió lo suficiente para volar por sí mismo, sin necesidad de la tutela del gran águila imperial. A espejo y semejanza de su mentor, se especializó en grandes canallas, que esos suelen tener grandes fortunas.
Esteban Pernera tenía dos pasiones: ganar dinero muy sucio y mantener relaciones sexuales con jovencitas. A menudo se le iba la mano en ambos campos y, por esas cosas del perro destino, la princesita de Francisco Cabral había caído en sus garras -atraída por una buena ración de cocaína gratuita-.
Francisco Cabral acabó aquella tarde en urgencias, con el puño ensangrentado de un directo de rabia a un espejo. Sabía perfectamente que el cerdo de Esteban Pernera se iba a ir de rositas. Todo lo que hace falta para burlar a la Ley es saberse algunos trucos muy sucios.
Y él, en persona, se los había enseñado todos a Carlos Capitán.
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