Manolito estaba sentado en una esquina de la tienda, esperando a que llegara sus padre. Había pedido que le dejaran explicarse pero, claro, a menudos los dueños de las tiendas de dulces no son las personas más dialogantes del mundo.
-¿Sabe usted lo que ha hecho su hijo? ¡Ha cogido un puñado de sal y la ha echado sobre mis caramelos! ¿Se le ocurre más mala leche que esa?
El padre de Manolito, pobre pero honrado, se giró con cara de decepción en la dirección de su hijo.
-¿Por qué has hecho eso, Manolito? ¿Es que no te hemos enseñado en casa a ser una buena persona?
El chaval se encogió de hombros y asintió confundido.
-Por eso lo he hecho, papá, porque tú me enseñaste que siempre hay que hacer el bien que nuestro corazón nos dicte.
-¡Pero que cabrón es este chaval suyo! ¿Usted le oye? ¡Me jode los caramelos y encima dice que eso es obrar bien! En fin, lo menos que usted puede hacer es pagármelos todos.
-Sí, por supuesto, dígame lo que le debo.
-Pero nos podemos llevar los caramelos, ¿verdad? Los hemos pagado.
-¡Haz lo que te dé la gana con ellos, salados no valen para nada!
Manolito tomó los caramelos y los metió en una bolsa.
-¿Para qué quieres tú esos caramelos, hijo?
-Están muy ricos, por eso los niños los compran todos en el recreo del colegio y por la tarde nunca queda ninguno. Pero, en realidad, son los mejores caramelos del mundo contra la tos. Lo sé porque una tarde un señor mayor entró tosiendo a por ellos, y tosiendo se fue con las manos vacías. Le pregunté y me dijo que en la residencia de gente mayor donde vivía había mucha gente tosiendo todo el día como él. Entonces, yo se lo dije a mis compañeros de clase, les intenté convencer de que estos caramelos eran para que todos se ancianitos se pudieran aliviar, y que cogieran otros. Pero ellos decían que estos son los mejores, y que iban a seguir comprándolos, y que esos viejos fastidiara. Pero ahora los niños de mi cole ya no los quieren, y se los podemos regalar a la gente con tos de la residencia de ancianos. A ellos les da igual que sepan mal, lo que quieren es aliviarse.
Don Manuel salió de aquella tienda con la cabeza bien alto y su niño de la mano. Estaba feliz, porque su hijo era bueno, y estaba orgulloso, porque su hijo había aprendido que, a veces, hay que hacer el bien por las malas.
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