Habían pasado muchos años. Llegaron hombres, pero estos no llevaban escopetas, sino tarteras con tortillas y filetes empanados.
El cabrero, que había aprendido el oficio de un cabrerillo bueno mucho tiempo atrás, contempló a los recién llegados con un gesto divertido mezcla de sorpresa e incredulidad.
-¡Buen hombre, ¿le molesta que nos sentemos aquí a comer?!
-Nada, señores, el campo es de todos. Todo lo contrario, me dan una alegría. Así me dan ustedes un poco de conversación.
-No viene mucha gente por aquí, ¿verdad?
-Poca, poca.
-¿Y cómo es que a usted le dio por meterse a esto?
-Cosas de cuando terminó la guerra...Un hombre muy bueno me ocultó de aquellos que venían a matarme...Me ocultó durante muchos años, sabiendo que en cualquier momento podían descubrirnos y que eso le costaría la vida.
-¿Metido en esa cabaña?
-No, él sabía que buscarían allí. Cabó un agujero ahí, cerca del arroyo. Apena se entraba. Sus sentidos estaban entrenados: oía sus pasos, olía su sudor, presentía que venían en mi busca y me ordenaba que me metiera corriendo.
-¡Qué miedo! ¿Y qué fue de ese hombre tan bueno?
-Pues, como tantos hombres buenos, está ahí, enterrado en el mismo agujero que cabó para mí como refugio, sin que nadie -salvo que yo, y ahora ustudes- sepan de su inmensa Bondad. Pero a él le da igual, él no quería pasar a la historia, o que le hicieran un monumento en la plaza de un pueblo. Pero, no obstante, yo le he plantado un árbol encima y le rezo todas las tardes.Y estoy seguro de que él es feliz con eso, de que no esperaba otro premio, que no deseaba nada más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario