Apenas pasaron unos días. Hombres con escopetas llegaron al valle, una vez más. El cabrerillo los esperaba. Les acompañaba aquel muchacho asustado como un cabritillo -el cabrerillo entendía mucho de eso- de hacía casi dos años, sólo que ahora era un hombre energético y seguro de sí mismo -con traje caro (dadas las circunstancias) y su bigotito a la moda-.
-¡Buenas tardes, muchacho!
-¡Qué cabrón eres!
-¿Por qué dices eso, muchacho!
-Estamos buscando a un canalla y un traidor, y no aparece por ninguna parte. Seguro que está aquí ¡Dile que salga!
-¿Por qué le iba a tener escondido yo?
-¡Porque tú eres de los que ocultan a la gente!
-Cierto que te escondí a tí. Pero esa persona a la que buscáis es del otro bando.
-¡Tú no tienes bandos, tú eres un tibio, y los neutrales son tan traidores como los que más, y además unos malditos cobardes!
-Entrad a buscarle si queréis, pero no vais a encontrar a nadie.
-¡Ese truco ya no te funcionará! ¡Vosotros, registrad esa chabola!
Los hombres de las escopetas entraron en la cabaña. Mientras estaban dentro, el cabrerillo se limitó a sentarse en una piedra y mirar al infinitivo con cara de pena indiferente.
-No hay nadie, jefe.
-¿Habéis mirado bien?
-De cabo a rabo.
-¡Inútiles!
El muchacho convertido en hombre entró, pero él tampoco halló a nadie. Se fue enfadado, enfadadísimo, iracundo, sin despedirse del cabrerillo.
Al cabrerillo le dio igual.
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