Tres de la mañana. Parecía una hora razonable. Todo el mundo estaría durmiendo y, confiaba, no habría nadie vigilando el jardín. Seguramente, habría alguna enfermera de guardia, pero, con un poco de suerte, esa sería la persona más profundamente dormida de la casa.
Salté el seto vestido por completo de negro -era mi primera experiencia como asaltante nocturno de jardines, pero supuse que ese era el atuendo correcto-, y, arrastrándome por el suelo con todo el sigilo que pude, fui palpando hasta dar, después de un buen rato de búsqueda, con la dichosa argolla.
En efecto, todo el perímetro de la tranpilla estaba recubierto de cemento. Yo había me había agenciado un martillo y un cincel en una tienda local, pero ignoraba si tendría la fuerza y pericia suficientes para levantar aquello en unas horas, máxime cuando tenía que evitar hacer mucho ruido.
Me bastaron unos minutos para percatarme de que la respuesta era "no". Trabajé hasta casi el amanecer, pero apenas logré arracar una parte del cemento.
Tomé la única solución que cabía: me metí los restos de mi trabajo en el bolsillo y me fui. Habría que volver tan pronto como tuviera ocasión para continuar la ardua tarea.
Y así una noche, otra y otra más...Picando despacito, con la única motivación de la lejana esperanza de que, debajo de aquella trampilla, hubiera un tesoro en forma de relato.
Hasta que, por fin, una noche ya no quedaba más cemento que aprisionara la trampilla. Sudoroso -y no por el esfuerzo-, con las manos temblorosas, tomé la argolla y tire. La trampilla se levantó con el cruir quejunbroso del que lleva décadas sin trabajar. Un perro ladró en un algún sitio, según la costumbre ancestral de esos animales. ¿Habría despertado a alguien?
Daba igual: allí estaba la ansiada carpeta. Como un niño que roba una golosina, salí huyendo a toda prisa de aquel jardín para volver nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario