"Si ese malnacido tenía ganas de matar, ¿por qué no estaba con los miles de muchachos que luchaban por su país en Europa y el Pacífico? Sin duda, porque los alemanes y los japoneses podían defenderse en condiciones, y las pobres ancianitas, no. ¡Puto cobarde asesino!"
Esa reflexión se hacía el agente Kavaolakis mientras conducía a Tadeus Brady a través de las puertas de la Prisión del Estado.
"¡Bienvenido al infierno, Bateador!", resonó en todo el patio desde una ventana indefinida de las celdas. "El Bateador de Julien Meadows", un apodo poco original, pero bien ganado si una entra en casa de una anciana -la señora Eve Connors- y la mata a golpes con un bate antes de robarle.
Y, para volverlo todo todavía peor si cabe, el bate lo tenía la anciana en casa para regalarselo a su nieto, Micky Connors, con motivo de su 16 cumpleaños.
El caso pintaba muerte por clamor popular, pero resultaba que la señora Connors siempre había sido contraria a la pena capital, y, para no manchar su memoria con una ejecución contraria a su voluntad y convicciones, el propio Micky Connors había diseñado y emprendido una habilísima campaña que había logrado doblegar la voluntad de la opinión pública y, por extensión, la de jurado y juez. El chaval tenía madera de líder de multitudes.
Cadena perpetua sin posibilidad de revisión, esa había sido la sentencia.
Tadeus Brady había recibido el anónimo saludo con una media sonrisa de chulería, la misma que había adoptado durante todo el juicio. Como si todo aquello le diera absolutamente igual. Una mueca que había repugnado a todo el país, lo mismo que ahora al agente Kavaolakis.
"¡Espero que te hayas despedido de la calle, Brady, porque no la vas a volver a pisar jamás!"
Para el agente, aquellas palabras fueron una manera como cualquier otra de desahogarse,
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