Su Excelencia no tenía un pelo de tonto y, en la intimidad, conocía su debilidades. Como nunca había sido un maestro de las letras, siempre le escribían los discursos. Él le daba las ideas básicas a su Jefe de Gabinete y éste se ponía al frente de un equipo de redactores, que le presentaban un borrador a las pocas horas. Su Excelencia siempre ponía un par de pegas y lo mandaba rehacer -para hacerse el importante- pero rara era la vez que el segundo borrador no era el definitivo.
Su Excelencia era un corrector lector de discursos. Tenía seguridad y aplomo, lo que le permitía dibujar las palabras con parsimonia y vocalización, elevando el tono de voz y haciendo un gesto enérgico con la mano derecha cuando así lo requería el mensaje.
Pero nadie es perfecto, y aquel día -vaya usted a saber por qué- se equivocó al leer una palabra, catastróficamente. Una persona normal se habría parado y para subsanar su error, pero Su Excelencia -por naturaleza- no podía ser una persona normal.
Los presentes y los medios de comunicación hicieron como si nada hubiera pasado, poniendo su mejor cara de póquer (cuando una mínima mueca de guasa te puede costar un pelotón de fusilamiento, uno se aguanta bastante bien la risa). La oposición en el exilio y la clandestinidad, en cambio, se lo tomó de otra manera. En cuestión de horas, ya circulaban chistecitos sobre el asunto.
A Su Excelencia, aquello no le hizo ni pizca de gracia (como ya había quedado claro, Su Excelencia no tenía mucho sentido del humor, en especial cuando se reian de él).
César Puerteño fue uno de los que, en privado, se había reído bien a gusto del error. Quizás él podía hacerlo con más razón que otros, pues César era un joven y muy prometedor filólogo, que ocupaba el cargo de adjunto al Director del Consejo Nacional de la Lengua, puesto que se había ganado a pulso.
A la mañana siguiente, mientras César se peleaba con un incunable del siglo 1481, su jefe entró con la cara de traer malas malas noticias y/o problemas.
-¿Qué pasa, Don Ramón?
-Deja cualquier cosa que estés haciendo y ponte con lo que te voy a mandar.
-¿De qué se trata?
-Vamos a sacar una edición urgente del Diccionario Nacional de la Lengua con una palabra nueva y hay que justificar su inclusión.
-¿Perdón?
-La cosa esa que dijo Su Excelencia en el discurso, que hay que editar un diccionario que la incluya en el plazo de 7 días.
-¡¿Cómo?!
-¡Que ya me has oído! Coge la palabra en cuestión y me elaboras una etimológica completa antes de la hora de comer.
-Pero...¡Si esa palabra no existe, ¿cómo va a tener un origen histórico?!
-¿Tú no eras tan buen filólogo? ¡Pues demuéstralo, coño!
-Pero, la Lexicografía es una ciencia, uno no puede inventarse una palabra por las buenas y meterla en un diccionario a capricho. ¡Hay leyes!
-¡Pero resulta que Su Excelencia está por encima de todas la leyes, lexicográficas incluidas!
-¡No sé si esto es más encandaloso o absurdo!
-¡Mira, niño, me importa una mierda -del Latín "merda"- de 10 tomos lo que a ti te parezca esto! Resulta que la patada al diccionario de Su Excelencia no fue tal, sino que, según me acaban de comunicar de su Gabinete Personal, Su Excelencia ha decretado que, en su infinita cultura, él rescató un uso medieval arcaico y perdido, pero perfectamente correcto, de hecho, más correcto que la palabra que se suele usar. ¿Entendido? Así que, hala, en marcha. Ponte a investigar y llega a la conclusión que te acabo de dar antes de la hora del almuerzo. ¿Lo entiendes y te lo explico en la cárcel?
-Oido cocina.
-Chico listo.
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