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miércoles, 26 de junio de 2013

Bajo el Yugo de los Coprófagos.

Los seres humanos se creían muy inteligentes, y él en especial. Sí, pertenecía a una casta superior, al exclusivo club de los más racionales dentro de los animales racionales. Él era neuro-cirujano, y le resultaba imposible concebir que hubiera nadie en todo el universo con mayor capacidad mental que él.

Pero lo había, miles de millones de ellos, de hecho. Cien mil de sus militares llegaron en sus naves de ciencia-ficción al planeta Tierra, y lo sometieron en cuestión de horas. Su tecnología era infinitamente más poderosa. Ellos sí que eran unas criaturas inteligentes, y no ese patético matasanos con bisturí laser.

Sin duda, eran una raza superior, independientemente de que también fueran unos "come-mierdas".

Sí, en efecto, los bichos del intelecto inconmensurable era coprófagos, ávidos devoradores de heces, a las que consideraban un manjar de dioses. En su planeta, consumían las de sus animales, pero habían lanzado miles de robots de exploración por todo el universo en busca de sustancias similares y uno de ellos había detectado un delicioso aroma en el planeta Tierra. El aparato tomó una muestra y, tras devolverla a su nave nodriza, los mismos tripulantes se dieron cuenta de que había que domesticar inmediatamente a los animales que daban tal ambrosía.

Y así fue: la Tierra se vio convertida en una inmesa granja de producción de excrementos humanos, que son convenientemente envasados y enviados al planeta matriz.

Adecuadamente cargados de cadenas y sedados -no conviene correr riesgos- en polígonos del tamaño de ciudades, la totalidad de la especie humana dedica su existencia a comer y defecar, comer y defecar, comer y defecar...No hay posibilidad de negarse, el que no engullee es severísimamente castigado, o simplemente se le elimina si persiste en su negativa de comer. El cadáver va a alguno de los inmensos hornos crematorios, y se le sustituye por otro individuo nuevo, de los miles de ejemplares que se generan cada día en los laboratorios.

El señor neuro-cirujano, gordo como una vaca por tanta comida y nulo ejercicio, tomó otro puñado de caviar y se lo metió en la boca, como un animal. Curiosamente -y, por otra parte, lógicamente-, los alimentos más ricos son los que producen heces más sabrosas, y, por tanto, de mayor precio en el mercado.

Desde hace meses, la poquita voluntad que le queda al señor neuro-cirujano después de tantísima sedación se plantea dejar de comer y forzar su muerte, pero es que, por otra parte, le ponen cosas muy ricas para comer...

Y claro, casi totalmente privado de fuerza de voluntad, ¿cómo resistirse a comer chocolate con churros sin parar?




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