El sanguinario Jack Pucelle había dejado de ser el enemigo público número uno. El muy honorable juez Donald W. Winstons jr había pasado a ocupar su lugar.
Su carrera estaba acabada, pues, salvo los "debiluchos y sentimentaloides izquierdistas de rigor", nadie en todo en el estado -ni en todo el país- había comprendido su decisión. Les había hecho daño, mucho y por partida doble.
Habían sido unos días de caras curiosas -y muy interesantes-. La primera, la de Pucelle y su abogado, cuando Winstons les había hecho una oferta que no podrían rechazar.
Luego, la del gobernador, la de sus propios compañeros de profesión, la de los periodistas, la de todo el país, con su mujer, sus hijos y sus amigos a la cabeza.
¡Estaba loco, se había vuelto loco!
Jack Pucelle, el hombre al que toda la sociedad quería ver muerto, no moriría ya a manos de la sociedad. El honorable Donald W. Winstons jr había conmutado la última pena por tres cadenas perpetuas. Tenía potestad para hacerlo.
A cambio de su vida, Pucelle había aceptado por escrito un compromiso que le impedía renovar su contrato con la cadena de televisión que emitía su famosa serie, y aceptar ofertas de ninguna otra. En otras palabras, que, después de un puñado más de capítulos, se acabó el gran pasatiempo nacional. Exactamente, en el capítulo 1001.
El país le odiaba, le insultaba, hasta había recibido amenazas de muerte, pero a él le daba igual. ¿Cómo sentir apuro cuando los que te critican son unos perfectos hipócritas? Típico de las sociedades modernas: por mucho que despreciemos a alguien (o a algo), toleramos (aceptamos de buen grado) todo aquello que nos pueda ofrecer si es de nuestro agrado o nos conviene el beneficio que nos reporta.
A primera vista, Donald W. Winstons jr estaba acabado. Pero no se fie de las apariencias. Jack Pucelle seguía escribiendo guiones para la serie, aunque no pudiera venderlos él personalmente. Lo hacía para el nuevo titular legal de ese material tan preciado: el muy honorable juez Donald W. Winstons jr.
El juez sonrió. Aquello que había hecho era de muy dudosa moralidad, y puede que legalmente cuestionable, pero los derechos de la serie que tenía enganchado a medio país ahora eran suyos. Y no los pensaba vender baratos.
La historia del juez que se cansó de jugar a los pececitos idealistas de rectísima moralidad en un océano de tiburones golfos e hipócritas sin conciencia.
Se pasó a su lado, que es mucho más divertido.
 
 
 
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