Al escuchar la puerta de su habitación abrirse, Sharon L. "Pinky" Winstons cambió el canal de la televisón rápido, pero no lo suficiente. Su padre, el honorable juez, resopló -lo hacía mucho-.
-¡Tú también, hija mía!
"Pinky" Winstons, como buena hija pequeña de un señor muy importante, puso su mejor mohín de niña caprichosa contrariada.
-¡Sí, yo también! ¡Me gusta mucho la serie y no me vas a impedir que la vea! ¡Todo el mundo lo hace, todas mís amigas, mamá, todas las amigas de mamá! Así pues, señor juez Napoleón, hágase a la idea de que voy a seguir le serie quiera usted o no.
-¿A qué viene lo de "Napoleón"?
-¡Tú también, hija mía! Esa frase es de Napoleón, usted debería saberlo, señor juez.
-Es de Julio César...¡Qué manera de perder mi dinero es ese colegio tan caro...! En fin, que bajes a cenar cuando quieras...
Esa misma noche, en la cama, el muy honorable juez cesó su lectura, se giró con toda la teatralidad que da su profesión e interrogó muy solemne a su señora esposa:
-Cariño, "Pinky" dice que tú ves la serie esa.
-¿Cuál?
-La que escribe el canalla de Pucelle.
-Sí, he visto algún capítulo.
-"Pinky" dice que estás enganchada.
-¿Qué es esto? ¿Te traes trabajo a casa ahora? ¿Has convertido nuestra alcoba en tu tribunal o tu sala de interrogatorios? Pues mira, si tanto te preocupa, sí, estoy enganchadísima a la serie, como medio país. Me la grabo y la veo cuanto tú no estás. ¿No te das cuenta de que todas mis amigas no hablan de otra cosa?
Fiel a su costumbre, el juez Winstons resopló, aunque con una intensidad inusitada. Jamás se había preguntado cómo le habría sentado pillar a su esposa con otro hombre en la cama, pero estaba seguro de que no peor que aquello.
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