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sábado, 18 de mayo de 2013

La Guerra de la Paz.

A primera vista, el error había sido invitar a los señores tiranos al funeral, pero, ¿cómo no hacerlo? Era un funeral de estado por un sanguinario dictador, y a ese tipo de cosas uno tiene que invitar a los correligionarios, o la iglesia se te queda vacia.

Además, que se sentó a ese gente por orden alfabético de país de procedencia, y eso garantizaba una distancia prudencial entre uno y otro.

Y, al fin y al cabo, las cosas estaban algo tensas por aquello de la disputa del islote, pero tampoco tanto como para temerse los peor.

Y entonces el sacerdote dijo aquello de: "daos fraternalmente la paz".

¿Quién se iba a imaginar que el más calvo de los dos iba a tener la feliz idea de irle a dar la paz al otro?

¿Quién se podía figurar que el otro se iba a negar -airado- a estrechar una mano que no se había quitado el guante?

¿Cómo imaginar que el más calvo de los dos iba a abandonar de inmediato -entre gritos- el templo para buscar el primer teléfono disponible y ordenar un ataque inmediato y sin cuartel?

¿Cómo creerse que aquellos dos países habían entrado en guerra por culpa de la paz?

Los medios mundiales, con sus articulistas con la voluntad y la opinión de peaje, defendían al que tocaba defender. La culpa era de uno por "ir a provocar, dados los antecendentes y con el detalle nada inocente y de claro menosprecio de no quitarse el guante", la culpa era del otro "por rechazar un gesto de buenísima voluntad, lo cual constituía un gravísimo insulto al otro país".

El caso es que ya iban más de mil víctimas -entre civiles y militares (que también son muertos de verdad, con familia y perrito, aunque a menudo nos quieran hacer creer lo contrario) -y esos dos presuntos señores seguían yendo a misa y dando la paz, su paz.

Eso sí, a quien no la necesitaba.



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