-Pero entonces...¿Está confirmado?
-Sí, aquí mismo tengo la sentencia firmada por el juez.
El alcaide no pudo reprimir ni la sonrisa de oreja a oreja ni el abrazo. De inmediato, cogió un micrófono que había sobre la mesa de su despacho y empezó a convocar a gente. Y les indicó que trajeran el material.
Media hora después, Bill Cowens levantó la mirada de la revista que estaba leyendo y se marcó un par de parpadeos estupefactos.
Ahí estaban, delante de su celda: su abogado, el alcaide de la prisión y diez de los guardias, perfectamente disfrazados de riguroso cotillón de Nochevieja.
Entonces comprendió. Se puso en pie de un salto y sus visitantes empezaron a aplaudir y a tirarle confeti y hacer sonar sus matasuegras.
-¿Pero, es seguro?
El abogado entró en la celda y le entregó la sentencia firmada. Cowens la leyó con una sonrisa creciente en los labios. Pero no pudo terminar, el resto del grupito lo cogió en brazós, lo sacó al corredor y empezó a mantearle entre voces y vitores.
-¡Bajadme, bajadme! ¡Quiero llamar a mi familia!
-¡Claro, claro!-dijo el abogado sacando su teléfono móvil.
-¡Pongalo en modo manos libres! -pidió uno de los guardia entre vítores de aprobación.
-¡Ya suena, ya suena!
-¿Sí?
-¿Mamá? Soy Bill, mira que estoy aquí con el abogado, que el juez me ha conmutado la pena de muerte por cadena perpetua.
-¡No me digas, hijo, qué alegría!
De fondo, un mar de silbidos y aplausos.
(¿Habrá gente como ésta en nuestro mundo? Siempre he querido pensar que sí).
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