"Era el momento de que el Doctor Edwards cantara un poco de verdad de la buena:
-No me especialicé en ciertas psicopatologías graves y desagradables por morboso capricho. Mi deseo era y es contribuir a determinar sus causas y síntomas, con el fin de contribuir a proteger a la sociedad en general y a los niños en particular. Pero los relatos que me daban los pervertidos entre rejas -o sus cadáveres- no me bastaban, debía estudiar su comportamiento mientras estaban en activo. Fue por eso que tomé la arriesgada pero vital decisión de infiltrarme en su mundillo. Así conocí a los padres de esta pobre niña. En principio, sólo permitían a los degenerados que la toquetearan o la vieran desnuda por una cierta suma.
¿Sólo? Tendría gracia si no fuera tan repugnante.
-A mí, a cambio de otra suma, me facilitaban datos e información sobre sus clientes que poder usarlos en mis investigaciones. Pero alguien muy importante se encaprichó de ella y les ofreció mucho, muchísimo dinero por ir más allá. A los padres les cegó la codicia, y accedieron.
¿Les cegó la codicia? Se me estaban revolviendo las tripas, lo cual tenía su merito, dado mi historial de combates cuerpo a cuerpo en la guerra y ahorcamientos en la paz.
-El caso es que a aquel tipo se le fue la mano y destrozó a golpes a la niña. Los padres no podían llamar a la policía, pues aquello significaría que ellos mismos también irían a la cárcel, y ya sabe cómo tratan en prisión a ese tipo de gente.
Algo había oído.
-Así que recurrieron a mí, sabían que era médico y me pidieron ayuda para simular que la muerte había sido accidental. Yo les dije que eso era del todo imposible, ellos me amenazaron con denunciarme también si no los ayudaba. Y entonces, cuando estábamos todos hundidos por los nervios y la desesperación, apareció el infeliz de Sharper, de visita imprevista, como tantas y tantas tardes. Le contamos que la niña había tenido un accidente y se había matado, y le entró la crisis de ansiedad más brutal que he visto en todos mis años de ejercicio. Se pudo a chillar que él no quería vivir sin su niña, que se quería morir. Entonces fue cuando el padre tuvo la idea. Le propuso a Sharper que confesara que la había matado, con el fin de que no los acusaran a ellos de homicidio involuntario y, lo crea o no, el accedió. Le sorprendería lo que la gente hace en momento de tensión extrema.
No, no mucho. Tengo cierta experiencia en el asunto.
-Así que pusimos todo el plan en marcha. Le contamos la milonga de que no podíamos entregar el cadáver a la policía, porque entonces se darían cuenta de que se había tratado de un accidente y no un asesinato. A él le pareció buena idea, y puso como única condición para seguir con la farsa que se le garantizara que la niña sería enterrada en sagrado y, en caso de ser ejecutado, a él también. Yo le di mí más solemne promesa de que me ocuparía personalmente de ello. Lo de los ojos fue idea y obra mía, no se me ocurrió otra manera de probar el delito. Supongo que el resto ya se lo imagina.
En efecto, me lo imaginada. Así que se confirmaba que Sharper era inocente. Yo ya suponía que no había sido el ejecutor material del crimen, pero pensaba que habría sido cómplice de un modo u otro. Pero no, no era así. Estaba totalmente limpio de aquella sangre. La sensación, la terrible sensación, de haber ahorcado a un inocente me subió de las tripas, me secó la boca entera hasta volverla veneno y me empezó a salir en forma de sudor frío por todo el cuerpo. Es la peor experiencia que conozco, algo que no deseo a nadie. No era la primera vez que la vivía, ni sería la última.
-Muy bien, doctor. Le voy a coger prestado el coche. Usted vuelva a cerrar la tumba y váyase a casa por su propios medios.
-¿Me va a denunciar?
-No lo sé todavía. Lo único que le garantizo es que espero que todo esto que me ha contado sea cierto. De lo contrario, le buscaré, y le encontraré.
Tomé el saco maldito y me lo eché al hombro. Papá Noel había llegado a la ciudad".
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