A las afuera del pueblo fluye silencioso, como un vecino tímido y juerguista que no quiere molestar al recogerse de madrugada, el río Guirlachuelo.
Hace honor a su nombre, con ese color tan oscuro y todas esas piedras, como si fuera la sangre misma de un bloque de guirlache.
Teoriza Román, historiador aficionado y oficioso del pueblo a falta de uno oficial, que no siempre debió estar tan esmirriado y sucio de aguas, porque de lo contrario nadie se hubiera establecido a su ribera. Y, siguiendo esta teoría, alguna vez debió tener un nombre más bonito.
Quizás. O quizás siempre fue así, y resulta que los graciarrieros desde su mismo origen han sido gente que se conforma con bien poquito, con beber un agua turbia y fea, pero que quita la sed y no mata a nadie.
Sea como sea, la gente del pueblo le tiene un amor especial a su río, como unos padres a un hijo que salió regular.
Mientras, el Guirlachuelo fluye y calla, y se consuela con su gran orgullo: que en sus aguas mansurronas y poco profundas jamás se ha ahogado nadie.
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