-Señor alcalde.
-Dime, Marcial.
-Maroto.
-Joder.
-Ya.
-¿Has avisado al cabo Requejo y al Páter?
-Afuera nos esperan en el coche.
-Pues, hala, vámonos.
Pedro Maroto era un señor perfectamente normal, amante padre de familia, responsable empleado de banca y eficaz contable.
Una verdadera lástima que se le cruzaran los cables de tanto en vez. De modo imprevisible, por las causas más peregrinas, Maroto perdía los papeles, buscaba su escopeta y su munición, y se echaba al monte.
Y había que ir a buscarlo, responsabilidad que recaía -aburrida y desagradable- en el Alcalde, el cabo de la Benemérita y el Señor Cura.
-¡Pedro!, ¿qué pasa, hombre?
-¡Váyanse!
-¡Pedro, baja, coñe!
-¡Irse, que disparo!
-¡Maroto, venga aquí de inmediato!
¡¡¡Piiiiiuuu!!! (disparo de Maroto, alejado de su blanco).
-(No le caliente, mi cabo, que le está mejorando la puntería y nos acabará acertando un día de estos).
-¡Pedro, hijo mío! ¿Qué te aflige?
-¡Que se me ha roto la lavadora!
-(Hay que fastidiarse).
-(Calle, cabo)...¿Y por qué no avisas a Peral?
-¡La maldita garantía! ¡Se pasa y a la semana siguiente se tiene que romper el aparato!
-¡Pues te compras otra, hijo, que tienes buen sueldo en el banco!
-¡Si no es por el dinero, Padre, es por la rabia!
-(En eso lleva razón).
-(A mí me pasó lo mismo con el televisor, y gracias a que me paró la pariente, porque ya tenía al cacharro encañonado para meterle dos tiros. Si es que parece que lo hacen aposta los de las fábricas).
-(¡Qué verdad más grande, mi cabo!)
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