Alejo, en el fondo, siempre había querido ser tenor, pero emergió como registrador de la propiedad. Su solo consuelo lo encontraba en la única ocasión en que había cantado en público. Fue en un centro cultural cuajadito de pensionistas sin nada mejor que hacer. Alejo cantó un aria de Verdi, pese a ir vestido de rojo. Cantó fatal, como para darle una paliza; pero los pensionistas se mantuvieron tranquilos, porque -bien es sabido- si tocas a alguien en mitad del aria es penalty.
No obstante, hay que decir que las arias siempre resultan complejas, un mundo es sí mismas, una raza. Sí, la raza aria, esa que tanto defendían los que no paraban de atacar a la humanidad.
Ahora, deberíamos volver a Alejo, pero como he dicho al principio, se nos está alejando a toda velocidad y no sé si le alcanzaremos. Así que mejor me quedo disfrutando de este tocino, que, realmente, resulta ser la gran velocidad de Alejo, pero es que yo no soy capaz de distinguirlos.

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