-Valdabí, ¿tú sabes cuál es el trabajo de un profesor?
Antonio Valdabí, el eterno travieso, llegó a la conclusión de que al Director se la había terminado de ir la cabeza. Estaba acostumbrado a aquel despacho, al inmenso asiento tapizado donde su pequeño cuerpo se hundía en comodidad en aquellos ratos tan incómodos. Estaba, por encima de todo, muy acostumbrado a esas broncas que siempre sabían a lo mismo, y que nada le alimentaban. Pero aquella pregunta tan extraña le pilló de improviso.
-Que yo aprenda, Hermano Director.
-Error, Valdabí. Le pagamos para que te enseñe.
Confirmado. El viejo se había vuelto loco de remate, como su padre -el insigne letrado don Antonio Javier Valdabí Santorcaz- había previsto. Silencio incómodo, que duró lo que el chaval pudo contener al monstruo descarado que llevaba por dentro.
-¡Pero es que es lo mismo, Hermano Director!
El Director esbozó una sonrisa interna, satisfecho de que aquel novillo tan manso y tan cabrón hubiera ido tan directo a su muleta.
-En absoluto, hijo. La diferencia es abismal y te lo demostraré. Apuesto a que tienes sed, toma un poco de agua.
El director cogió una jarra que tenía en su mesa, se puso en pie y empezó a verter el líquido sobre el regazo del niño, como si sirviera en un vaso imaginario.
-¡Qué hace!-protestó Valdabí.
-Te sirvo agua.
-¡Pero que me está poniendo perdido! ¡Que el agua se echa en los vasos!
-¿Y es culpa de la jarra que no haya vaso?
-No.
-Muy bien. Vete a clase y que no te vuelva a ver por aquí.
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