Como buen hijo único y razonablemente caprichoso, mi infancia estuvo cuajada de todo tipo de juguetes. Para desgracia de mis familiares, llegué justo a tiempo de desear cacharitos pertenecientes a la primera generación electrónica: caros y que se rompían con sorprendente facilidad y sin razón aparente, con mi berrinche reglamentario.
Déjeme que repase: maquinitas de esas de una pantalla y un solo juego (luego llegaron, como una pequeña gran revolución recreativa, las de dos pantallas), todo tipo de relojes -con radio, con marcianitos, con melodías...-, juegos de preguntas y respuestas, pistolas con una luz y diez sonidos...
Ahora viene el párrafo nostálgico de rigor. Que hacía una ilusión tremenda eso de recibir los regalitos por tu cumpleaños o por Navidad, que ahora parecer ridículamente rudimentarios, pero en aquellos días te hacían sentir como el mismísimo Han Solo y que ese puñetero mocoso que sigue viviendo en mi corazón (aunque hace años que no me paga el alquiler) lo echa de menos.
El juego de Mario Bros de dos pantallas, conocido por el común de los escolares como "el de las botellas". Podías jugar sólo o en alianza con un amiguete (cada uno a un botón). Nostalgia en vena.
(Por cierto, nunca me regalaron el "Simón").
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