Si hay obras de arte que se dice que no tienen precio, ¿cómo puede alguien haberlas comprado? ¿No deberían ciertas pinturas pertenecer a todo un país, como un símbolo nacional más?
La Mona Lisa, como usted ya sabe, está en Francia. Nada de irregular botín de guerra o subasta, el rey Francisco I se lo compró al autor con todas las de la ley. Pero eso no quita para que el hecho de tener un cuadro tan representativo de Leonardo tan lejos se clave como una espinita en el corazón de muchos italianos. (Perfectamente comprensible, a mí también me fastidia que "La Vieja friendo huevos" de Velázquez esté en la National Gallery de Edimburgo, pese a mi profunda devoción por esa ciudad).
Fue precisamente ese patriotismo por lo artístico el que, dicen por tierras italianas, llevó a Vicenzo Peruggia a robar el cuadro del Louvre en 1911. Nada espectacular. En aquella época pre-células fotoeléctricas y sensores de calor, todo lo que tuvo que hacer fue esperar a quedarse solo en la sala, descolgar la pintura, sacarla del marco, enrollarla y para casa. También debió ayudar que había estado empleado en el museo.
A Vicenzo le trincaron con las manos en la Lisa dos años después, cuando intentaba colocar el cuadro en Florencia. La policía francesa ya había sospechado de él, pero cuando registraron su casa, ninguno cayó en mirar debajo del mantel de la mesa de la cocina, (que es el primer sitio donde se mira, señores). El cuadro volvió al Louvre y Vicenzo fue a la cárcel en Italia. Lo soltaron al poco tiempo, al fin y al cabo, era una especie de héroe nacional.
Lo que jamás ha quedado claro es si el astuto Eduardo Valfierno estaba compinchado con Peruggia o era un simple estafador con alma de empresario. El caso es que, aprovechando que la Gioconda estaba en paradero desconocido, le encajó copias como si fueran el original a 6 pardillos millonarios, a 300.000 dolares la broma. Chico listo.
Vicenzo Peruggia posa para las cámaras de la policía.
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