El todopoderoso tribunal que se reune en las barras de los bares y las mesas de las cafeterías ha declarado culpable a la incomunicación de muchos de los males que nos asolan. ¡Qué pena, con lo fácil que es comunicarse! (En teoría).
En realidad, todo lo necesario para una buena comunicación es escuchar (no escucharse a uno mismo). Pero, como enésima consecuencia de estos tiempos que nos están atropellando, cada vez se escucha peor.
En primer lugar, porque por alguna extraña mutación genética, el tiempo máximo que el cerebro puede recibir mensajes orales es de 30 segundos. Pasado ese lapso, la mente le cuelga a la oreja y se pone a pensar en sus cosas. Así que, norma número uno, diga lo que sea en medio minuto como mucho.
Segundo, una vez recibido el mensaje, el cerebro tiene una capacidad limitada para descifrarlo. Entre palabras raras que no están en el diccionario interno de 500 entradas y carencias de contexto, muchas cabezas reciben "La compleja heterodoxia de los pintores de la Escuela Flamenca" y entienden que "los obreros de la academia de sevillanas están acomplejados porque ninguno es gay".
Por último, el equipo meninges descarta cada vez con mayor rapidez toda la información, (al fin y al cabo, ¿para qué retener cosas en la cabeza, si está todo en Wikipedia?), de lo que deriva esa fatídica frase, filo del precipicio del amor agotado: "Con mis padres. Si te lo dije ayer".
Conclusión: que algo tan bello, natural y necesario como escuchar debe ser sumado a la lista de especies en claro peligro de extinción.
Si quiere que le escuchen, grite menos y vocalice más. Se lo digo por experiencia.
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