Hubo una época no tan lejana en que lo único que se le pedía a un alimento era que alimentara. Tiempos en que ninguna comida sabía mal, porque, como todos sabemos, al hambre jamás habrá pan duro ni merluza congelada.
Entonces, gracias a que progresamos, la población paso de pasar a tener hambre. Se empezó a ir a restaurantes donde se servían platos con nombres cada vez más raros. Alimentos que contagian una enfermedad peligrosísima, pero jamás detectada: Gilipollez Culinaria Aguda. Dolencia a la que son especialmente sensibles toda una serie de pobres acomplejados, que se creen más importantes y/o interesantes por sus quejas crónicas sobre que el vino no ha sido servido a la temperatura correcta o que la sopa está intolerablemente salada. Por no hablar de su rara habilidad para detectar cualquier forma de estafa en los ingredientes declarados del plato. "El menú decía sirope de mora y esto clarísimamente es de grosella", afirman presa de la más profunda indignación durante su reglamentaria bronca a la siempre sumisa cadena de mando camarero-maitre-gerente.
Además, los giliculinarios tienen una curiosa tendencia cambiar de opinión como veletas azotadas por los vientos de las modas. Ellos, que hacen años repudiaban las especialidades servidas en los bares de pueblo por "toscas" y "paletas", ahora hacen cola como corderitos para degustar las maravillosas "amigarachás de oveja" que sirve "Casa Fabián", en la pintoresca localidad castellana de Bercinuño. Y todo porque un tipo de una prestigiosa revista de estilo decidió que atesoraban "todo el sabor auténtico de Castilla".
En las barras de los mesones de la España profunda, los paladares más exquisitos y cosmopolitas están codo con codo empinando el codo con los más cerrados representantes de la España agraria y "cerrá". Curiosa combinación.
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